sábado, 1 de diciembre de 2012

Día cinco. Mimi Alonso.





ALGUIEN SE MANCHA LA ROPA.

Aquella noche Lord Til tenía algo que celebrar. Las cocinas de aquella casa no podían satisfacer el hambre que sentía en ninguna de sus vertientes.
No solamente había atrapado una salvaje, también Kristen cedía al fin. Casi más que la captura era eso lo que ansiaba celebrar. Seguían sin noticias de Julien y ella, la sempiterna altanera, daba su brazo a torcer ante él, ni más ni menos. Til sabía que Kristen hubiera preferido amputarse la mano derecha a confesar que él tenía razón en algo.
Las calles de Ventia estaban desiertas a esa hora. La mugre se había trasladado a algún lugar oculto a ojos de la ley. Así debía ser siempre, pero el dichoso Julien decidió que no lo fuera. Con su filosofía de universidad prestigiosa quiso erradicar el toque de queda tan necesario para que en lugares como aquel se mantuvieran el orden y control del que tanto alardeaba en las misivas a Leston. Pero en Leston no tenían ni la menor idea de lo que realmente se estaba cociendo en la colonia. La vulgaridad caminaba a zancadas cortas por las calles, los comercios traficaban con mercancías que el mismo Julien hizo constar en un listado de prohibiciones, y lo que era aún más indignante, Julien lo sabía pero hacía caso omiso de aquella irregularidades excusándose en que si lo prohibían todo, aquello no sería una colonia sino más bien una cárcel.
Por supuesto, Julien. Da manga suelta al pueblo, hazles creer que realmente eres tan idiota como piensan y ten fe en que por obra y gracia de algún dios pagano, el pueblo te obedezca, pensaba Til entreteniéndose en su paseo por la calle principal.
Giró una esquina internándose en un callejón oscuro. Estaba convencido que Julien en su vida había puesto un pie en aquella zona de Ventia. Con el puño cerrado llamó un par de veces a una ruinosa puerta de madera que se abrió al poco, dejándole entrar al clandestino lugar.

En Ventia no había tabernas. La taberna como tal era catalogada de mal gusto por cualquiera que deseara ostentar un alto cargo entre las filas de la reina, pero lo cierto era que de un modo singular, cualquier caballero de alta cuna podía encontrarlas sin dificultad. Julien, el muy idiota, todavía pensaba que su colonia era la excepción.
Los nocturnos clientes levantaron la vista de sus jarras con la apertura de puerta, pero acto seguido volvieron a bajarla. Lord Til era un cliente casi tan habitual como ellos. La camarera, una vieja fea con las manos más callosas que las de un guerrero, se acercó a él. Siempre que Til visitaba la taberna, la mujer parecía mudar sus modales de marinero por una ridícula interpretación de dama de corte.
Buenas noches, caballero –colocó los mechones ralos que escapaban bajo el pañuelo mugriento–. ¿Qué desea tomar hoy nuestro señor?
No a ti, desde luego. Tomaré una cerveza.
Sois la mar de ingenioso, mi señor. En seguida os la traigo –dijo la mujer alejándose haciéndole un guiño.
Til todavía se preguntaba qué debía hacer para que aquella furcia gorda dejara de producirle nauseas en cada visita, cuando alguien le tocó el hombro.
Yo sé lo que pretendéis todos –un borracho al que reconoció por verle un par de veces en el puerto se colgó de su brazo. Propinó un golpe en el pecho al viejo haciendo que su fétido aliento y él, cayeran al suelo estrepitosamente. La taberna quedó en silencio–. Vosotros lo que queréis es quedaros con el aumirio, con todo el aumirio y vendérselo a los Renzos –decía el viejo mientras reía todavía en el suelo–. Yo los he visto trapichear en el puerto. Estos, estos bastardos se creen que somos idiotas, se creen que pueden...
Yo de ti cerraría la boca –amenazó Til.
Se creen que pueden engañarnos. Pero yo soy perro viejo –dijo el anciano poniéndose en pié entre tambaleos–, a mí no puedes engañarme, bastardo –escupió en su cara.
Til echó mano de su espada.
¡Mi señor! –El dueño de la taberna corrió hacia él–. Es un viejo borracho y mentiroso. No vale la pena que os manchéis las manos con él.
No voy a mancharme las manos, lo hará quien le lave la camisa –dijo Til atravesando el pecho del anciano sin mayor dificultad.
Todos los ojos que allí habían regresaron a las jarras de cerveza en silencio sepulcral.
¡Oh dios mío! –El dueño de la taberna intentó socorrer al viejo borracho que agonizaba en la tarima.
¡No! –Dijo Til señalando también su pecho con la espada mientras el anciano salpicaba ráfagas de sangre por la boca–. Así se acabarán sus locuras. Quién sabe qué más os habrá hecho creer este pescado podrido...
La señora gorda que había sido testigo de la escena se quedó congelada con la jarra de cerveza entre las manos. Til le hizo una señal para que se la acercara. Con total calma, como si tras su taburete no hubiera un hombre clamando por una muerte rápido, tomó su bebida, eructó, dejó libre su asiento para aproximarse al agonizante anciano. Secó su espada en su camisa y volvió a colgarla del cinturón. Le pisó el pecho mientras se dirigía a la salida.

Cierto era que Ventia tenía algo que a Leston le faltaba. Había pocos lugares en el mundo donde el cielo se viera tan estrellado.
Mientras regresaba a la casa pensó en Kristen. Era una lástima que fuera tan estrecha. Tras los acontecimientos transcurridos a lo largo del día, lo que más le apetecía era follársela hasta que se le cayera la polla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario