ALGUIEN SE MANCHA LA ROPA.
Aquella
noche Lord Til tenía algo que celebrar. Las cocinas de aquella casa
no podían satisfacer el hambre que sentía en ninguna de sus
vertientes.
No
solamente había atrapado una salvaje, también Kristen cedía al
fin. Casi más que la captura era eso lo que ansiaba celebrar.
Seguían sin noticias de Julien y ella, la sempiterna altanera, daba
su brazo a torcer ante él, ni más ni menos. Til sabía que Kristen
hubiera preferido amputarse la mano derecha a confesar que él tenía
razón en algo.
Las
calles de Ventia estaban desiertas a esa hora. La mugre se había
trasladado a algún lugar oculto a ojos de la ley. Así debía ser
siempre, pero el dichoso Julien decidió que no lo fuera. Con su
filosofía de universidad prestigiosa quiso erradicar el toque de
queda tan necesario para que en lugares como aquel se mantuvieran el
orden y control del que tanto alardeaba en las misivas a Leston. Pero
en Leston no tenían ni la menor idea de lo que realmente se estaba
cociendo en la colonia. La vulgaridad caminaba a zancadas cortas por
las calles, los comercios traficaban con mercancías que el mismo
Julien hizo constar en un listado de prohibiciones, y lo que era aún
más indignante, Julien lo sabía pero hacía caso omiso de aquella
irregularidades excusándose en que si lo prohibían todo, aquello no
sería una colonia sino más bien una cárcel.
Por
supuesto, Julien. Da manga suelta al pueblo, hazles creer que
realmente eres tan idiota como piensan y ten fe en que por obra y
gracia de algún dios pagano, el pueblo te obedezca,
pensaba Til entreteniéndose en su paseo por la calle principal.
Giró
una esquina internándose en un callejón oscuro. Estaba convencido
que Julien en su vida había puesto un pie en aquella zona de Ventia.
Con el puño cerrado llamó un par de veces a una ruinosa puerta de
madera que se abrió al poco, dejándole entrar al clandestino lugar.
En
Ventia no había tabernas. La taberna como tal era catalogada de mal
gusto por cualquiera que deseara ostentar un alto cargo entre las
filas de la reina, pero lo cierto era que de un modo singular,
cualquier caballero de alta cuna podía encontrarlas sin dificultad.
Julien, el muy idiota, todavía pensaba que su colonia era la
excepción.
Los
nocturnos clientes levantaron la vista de sus jarras con la apertura
de puerta, pero acto seguido volvieron a bajarla. Lord Til era un
cliente casi tan habitual como ellos. La camarera, una vieja fea con
las manos más callosas que las de un guerrero, se acercó a él.
Siempre que Til visitaba la taberna, la mujer parecía mudar sus
modales de marinero por una ridícula interpretación de dama de
corte.
–Buenas
noches, caballero –colocó los mechones ralos que escapaban bajo el
pañuelo mugriento–. ¿Qué desea tomar hoy nuestro señor?
–No
a ti, desde luego. Tomaré una cerveza.
–Sois
la mar de ingenioso, mi señor. En seguida os la traigo –dijo la
mujer alejándose haciéndole un guiño.
Til
todavía se preguntaba qué debía hacer para que aquella furcia
gorda dejara de producirle nauseas en cada visita, cuando alguien le
tocó el hombro.
–Yo
sé lo que pretendéis todos –un borracho al que reconoció por
verle un par de veces en el puerto se colgó de su brazo. Propinó un
golpe en el pecho al viejo haciendo que su fétido aliento y él,
cayeran al suelo estrepitosamente. La taberna quedó en silencio–.
Vosotros lo que queréis es quedaros con el aumirio, con todo el
aumirio y vendérselo a los Renzos –decía el viejo mientras reía
todavía en el suelo–. Yo los he visto trapichear en el puerto.
Estos, estos bastardos se creen que somos idiotas, se creen que
pueden...
–Yo
de ti cerraría la boca –amenazó Til.
–Se
creen que pueden engañarnos. Pero yo soy perro viejo –dijo el
anciano poniéndose en pié entre tambaleos–, a mí no puedes
engañarme, bastardo –escupió en su cara.
Til
echó mano de su espada.
–¡Mi
señor! –El dueño de la taberna corrió hacia él–. Es un viejo
borracho y mentiroso. No vale la pena que os manchéis las manos con
él.
–No
voy a mancharme las manos, lo hará quien le lave la camisa –dijo
Til atravesando el pecho del anciano sin mayor dificultad.
Todos
los ojos que allí habían regresaron a las jarras de cerveza en
silencio sepulcral.
–¡Oh
dios mío! –El dueño de la taberna intentó socorrer al viejo
borracho que agonizaba en la tarima.
–¡No!
–Dijo Til señalando también su pecho con la espada mientras el
anciano salpicaba ráfagas de sangre por la boca–. Así se acabarán
sus locuras. Quién sabe qué más os habrá hecho creer este pescado
podrido...
La
señora gorda que había sido testigo de la escena se quedó
congelada con la jarra de cerveza entre las manos. Til le hizo una
señal para que se la acercara. Con total calma, como si tras su
taburete no hubiera un hombre clamando por una muerte rápido, tomó
su bebida, eructó, dejó libre su asiento para aproximarse al
agonizante anciano. Secó su espada en su camisa y volvió a colgarla
del cinturón. Le pisó el pecho mientras se dirigía a la salida.
Cierto
era que Ventia tenía algo que a Leston le faltaba. Había pocos
lugares en el mundo donde el cielo se viera tan estrellado.
Mientras
regresaba a la casa pensó en Kristen. Era una lástima que fuera tan
estrecha. Tras los acontecimientos transcurridos a lo largo del día,
lo que más le apetecía era follársela hasta que se le cayera la
polla.
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