ALGUIEN MUERE
Aquella mañana la brisa
salada le salió al paso. El puerto era un hervidero de barcos
tripulados por indigentes y mugrientas alimañas descargando un
pescado que olía casi tan mal como ellos mismos.
El gigantesco rubio no
pasaba desapercibido entre los medianos colonos de Ventia, con sus
cabellos rojizos y la firme sensación de que aproximarse a alguien
como él era un grave error. No costaba reconocerlo en la ciudad ni
en ninguna parte. Estaba cansado de decirle a los estúpidos de
Renzos que no enviaran a esos tipos para hacer negocios.
En cuanto lo divisó
caminando por los tablones que formaban el paseo, aquella mole
amarilla tuvo la delicadeza de echarse a un lado separándose del
grueso de marinos. Til caminó hasta alcanzarle. Cuando estuvieron
junto a unas mujeres andrajosas, lo suficientemente separados de
aquellos malolientes con tendencia a vender la información que
escuchaban, se dieron la mano.
–¿Qué coméis en tu
tierra, rocas? –Preguntó Til haciendo un par de movimientos con la
mano para que se fuera el dolor del apretón.
–¿Qué pasa con el
aumirrio? –Til sonrió. Los renzonianos no se andaban con rodeos.
–Estamos a punto de
explotar un yacimiento.
–Mi pueblo necesitar
ya el aumirrio.
–También el mío,
amigo.
–Dijiste que llevarría
aumirrio hoy.
–Pues no va a poder
ser. Llegaremos al yacimiento la semana próxima –respondió
desafiante. El nórdico se estalló los nudillos con la mandíbula
tensa.
–No mi imporrta cómo,
llevarré aumirrio pasado mañana. Tienes hasta entonses parra
conseguirrlo –dijo amenazante.
Acto seguido se dio la
vuelta y desapareció por el camino de tablones que crujieron bajo
sus más de ciento veinte kilos.
Til lo siguió con la
mirada. Sabía que tenía un problema, lo sabía perfectamente.
Aquellos monstruos rubios estaban por civilizar igual que sus métodos
para hacer cumplir los tratos. No usaban las amenazas, los que les
fallaban a penas tenía tiempo de dar dos pasos con un hacha
incrustada en la cabeza.
La pescadera del puesto
próximo, a sólo unos pasos de su posición, mostraba un reluciente
salmón a sus clientas. La piel del pez brillaba al sol. Til miró
las agallas de la mercancía recién sacada de los barcos. Algunos
peces todavía estaban asfixiándose, abrían y cerraban la boca con
insistencia fuera de su elemento. Por primera vez sintió lástima de
aquellos absurdos animales que se dejaban cazar de forma tan
estúpida. Sin duda merecían ese final, aquella asfixia agónica que
se prolongaría durante horas. Eso merecían por imbéciles.
–A mí ponme la cola.
–Yo quiero la cabeza
–dijo otra clienta metiendo la mano en su cesta de mimbre al
encuentro de monedas.
En un abrir y cerrar de
ojos el salmón estaba troceado y su sangre manchaba la boca de los
otros peces, todavía vivos.
–¿Te pongo lo de
siempre, Claire? ¿Lenguados frescos para la señora y rape para ti?
¿Claire?
Til se volvió en el
acto. Allí estaba, la vieja sirvienta de Kristen mirándole con
aquellos ojos incisivos, acusadores.
–Sí, Brigitte, lo de
siempre.
–Por supuesto –dijo
la pescadera levantando el cuchillo para terminar con la agonía de
los peces entre salpicaduras de sangre y agua.
–Kristen, lo lamento
muchísimo.
–¡Pero no es posible!
–Exclamó hecha un mar de lágrimas–. ¿Cómo ha podido suceder
algo tan terrible? Mi pobrecita Claire, mi querida... –No pudo
continuar hablando. Til la abrazó acongojado por su tristeza.
Agradeció que estuviera allí, que hubiera hecho todo lo posible
para salvar a su querida nana de aquel carruaje descontrolado.
–No llores más, por
favor.
–Es que no puedo
evitarlo. No sabes lo que esa mujer significaba para mí. Llevaba
toda la vida a su cuidado, ella me crió, era como mi abuela, mi
madre... –dijo reenganchando el llanto.
–Tranquila, Kristen,
tranquila... –Susurró consolador–. El destino es cruel. No
importa lo bueno o malo que hayamos hecho en nuestras vidas. De
pronto todo acaba y eso debería consolarnos. Piensa que no ha
sufrido, se ha ido rápidamente, sin rastro de enfermedad.
–No puedo creer que no
vaya a volver a verla. ¿Por qué le ha pasado a ella, precisamente?
–No lo sé, querida
–dijo Til frunciendo los labios, fingiéndose afligido–. Supongo
que estaba en el peor de los lugares en el peor de los momentos.
–No es justo. Esto No
Es Justo.
–Lo sé primita, lo
sé...
Esperó con ella que el
cuerpo de la criada fuera llevado a la casa para prepararlo antes del
funeral. Sujetó su mano, cedió su pañuelo e incluso recibió su
cabeza apoyada en el hombro y aquellas lágrimas que le calaban la
camisa mientras recordaba la expresión de terror en el rostro de la
anciana, pero sobre todo sus ojos en el momento previo a que la
empujara contra el coche mientras ambos recorrían un estrecho
callejón de regreso a casa.
La media noche los
alcanzó de cuerpo presente. La improvisada capilla que Kristen mandó
instalar en el comedor principal de la mansión, hizo las veces de
velatorio para su nana.
–Gracias Til, por
quedarte a mi lado y compartir mi dolor ahora que Julien parece
haberse esfumado de la faz de la tierra –dijo Kristen sollozando.
–No puedo decir que
sea un placer Kristen, pero aquí me tendrás siempre para lo que
necesites –respondió en su mejor actuación–. Deberías
retirarte a descansar.
–Debería ser yo la
muerta, no ella.
–No digas eso –rogó
Til besando el dorso de su mano mientras ella volvía a deshacerse en
sollozos–. Vamos, te acompañaré a tu dormitorio. Ya no podemos
hacer nada por ella, de poco sirve que tú enfermes de puro
agotamiento.
La siguió por las
escaleras pensando que jamás había visto a alguien llorar tantas
horas seguidas, debía resultar agotador. Y todo por una criada, una
vieja que cualquier día habría aparecido tiesa en su cama.
–Eres el único que me
queda, y ni siquiera nos llevábamos bien –dijo Kristen con una
sonrisa triste mientras él le ayudaba a quitarse las delicadas botas
de encaje.
–¿No nos llevábamos
bien? –Preguntó sonriéndole arrodillado, todavía sostenía su
pie desnudo entre las manos–. Eso no es cierto, siempre he estado
aquí para ti -respondió adulador.
–Nunca pensé que
fueras capaz de mostrarte tan atento y encantador en una situación
como esta. Eres un auténtico amigo –le dijo sonriendo con
tristeza, agotada.
–Lo soy –respondió
él cubriéndola con una manta de gruesa lana blanca–. Intenta
descansar ¿de acuerdo?
Mientras salía de la
habitación echando un vistazo atrás a todo lo que había sucedido
en el día, Til no podía dejar de pensar en algo que le martirizaba,
algo que no supo hasta el momento en que dejó a Kristen tapada con
aquella manta, destrozada sobre la cama: cada vez que mataba sentía
una imperiosa necesidad de follársela, y por un motivo u otro, nunca
acababa haciéndolo.
***
A ver si Miguel se pone las pilas, que vaya tela, llevo ya más de un mes dándolo todo yo sola ¬¬
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