sábado, 29 de diciembre de 2012

Día siete. Mimi Alonso.



ALGUIEN MUERE

Aquella mañana la brisa salada le salió al paso. El puerto era un hervidero de barcos tripulados por indigentes y mugrientas alimañas descargando un pescado que olía casi tan mal como ellos mismos.
El gigantesco rubio no pasaba desapercibido entre los medianos colonos de Ventia, con sus cabellos rojizos y la firme sensación de que aproximarse a alguien como él era un grave error. No costaba reconocerlo en la ciudad ni en ninguna parte. Estaba cansado de decirle a los estúpidos de Renzos que no enviaran a esos tipos para hacer negocios.
En cuanto lo divisó caminando por los tablones que formaban el paseo, aquella mole amarilla tuvo la delicadeza de echarse a un lado separándose del grueso de marinos. Til caminó hasta alcanzarle. Cuando estuvieron junto a unas mujeres andrajosas, lo suficientemente separados de aquellos malolientes con tendencia a vender la información que escuchaban, se dieron la mano.
–¿Qué coméis en tu tierra, rocas? –Preguntó Til haciendo un par de movimientos con la mano para que se fuera el dolor del apretón.
–¿Qué pasa con el aumirrio? –Til sonrió. Los renzonianos no se andaban con rodeos.
–Estamos a punto de explotar un yacimiento.
–Mi pueblo necesitar ya el aumirrio.
–También el mío, amigo.
–Dijiste que llevarría aumirrio hoy.
–Pues no va a poder ser. Llegaremos al yacimiento la semana próxima –respondió desafiante. El nórdico se estalló los nudillos con la mandíbula tensa.
–No mi imporrta cómo, llevarré aumirrio pasado mañana. Tienes hasta entonses parra conseguirrlo –dijo amenazante.
Acto seguido se dio la vuelta y desapareció por el camino de tablones que crujieron bajo sus más de ciento veinte kilos.
Til lo siguió con la mirada. Sabía que tenía un problema, lo sabía perfectamente. Aquellos monstruos rubios estaban por civilizar igual que sus métodos para hacer cumplir los tratos. No usaban las amenazas, los que les fallaban a penas tenía tiempo de dar dos pasos con un hacha incrustada en la cabeza.
La pescadera del puesto próximo, a sólo unos pasos de su posición, mostraba un reluciente salmón a sus clientas. La piel del pez brillaba al sol. Til miró las agallas de la mercancía recién sacada de los barcos. Algunos peces todavía estaban asfixiándose, abrían y cerraban la boca con insistencia fuera de su elemento. Por primera vez sintió lástima de aquellos absurdos animales que se dejaban cazar de forma tan estúpida. Sin duda merecían ese final, aquella asfixia agónica que se prolongaría durante horas. Eso merecían por imbéciles.
–A mí ponme la cola.
–Yo quiero la cabeza –dijo otra clienta metiendo la mano en su cesta de mimbre al encuentro de monedas.
En un abrir y cerrar de ojos el salmón estaba troceado y su sangre manchaba la boca de los otros peces, todavía vivos.
–¿Te pongo lo de siempre, Claire? ¿Lenguados frescos para la señora y rape para ti? ¿Claire?
Til se volvió en el acto. Allí estaba, la vieja sirvienta de Kristen mirándole con aquellos ojos incisivos, acusadores.
–Sí, Brigitte, lo de siempre.
–Por supuesto –dijo la pescadera levantando el cuchillo para terminar con la agonía de los peces entre salpicaduras de sangre y agua.


–Kristen, lo lamento muchísimo.
–¡Pero no es posible! –Exclamó hecha un mar de lágrimas–. ¿Cómo ha podido suceder algo tan terrible? Mi pobrecita Claire, mi querida... –No pudo continuar hablando. Til la abrazó acongojado por su tristeza. Agradeció que estuviera allí, que hubiera hecho todo lo posible para salvar a su querida nana de aquel carruaje descontrolado.
–No llores más, por favor.
–Es que no puedo evitarlo. No sabes lo que esa mujer significaba para mí. Llevaba toda la vida a su cuidado, ella me crió, era como mi abuela, mi madre... –dijo reenganchando el llanto.
–Tranquila, Kristen, tranquila... –Susurró consolador–. El destino es cruel. No importa lo bueno o malo que hayamos hecho en nuestras vidas. De pronto todo acaba y eso debería consolarnos. Piensa que no ha sufrido, se ha ido rápidamente, sin rastro de enfermedad.
–No puedo creer que no vaya a volver a verla. ¿Por qué le ha pasado a ella, precisamente?
–No lo sé, querida –dijo Til frunciendo los labios, fingiéndose afligido–. Supongo que estaba en el peor de los lugares en el peor de los momentos.
–No es justo. Esto No Es Justo.
–Lo sé primita, lo sé...

Esperó con ella que el cuerpo de la criada fuera llevado a la casa para prepararlo antes del funeral. Sujetó su mano, cedió su pañuelo e incluso recibió su cabeza apoyada en el hombro y aquellas lágrimas que le calaban la camisa mientras recordaba la expresión de terror en el rostro de la anciana, pero sobre todo sus ojos en el momento previo a que la empujara contra el coche mientras ambos recorrían un estrecho callejón de regreso a casa.

La media noche los alcanzó de cuerpo presente. La improvisada capilla que Kristen mandó instalar en el comedor principal de la mansión, hizo las veces de velatorio para su nana.
–Gracias Til, por quedarte a mi lado y compartir mi dolor ahora que Julien parece haberse esfumado de la faz de la tierra –dijo Kristen sollozando.
–No puedo decir que sea un placer Kristen, pero aquí me tendrás siempre para lo que necesites –respondió en su mejor actuación–. Deberías retirarte a descansar.
–Debería ser yo la muerta, no ella.
–No digas eso –rogó Til besando el dorso de su mano mientras ella volvía a deshacerse en sollozos–. Vamos, te acompañaré a tu dormitorio. Ya no podemos hacer nada por ella, de poco sirve que tú enfermes de puro agotamiento.

La siguió por las escaleras pensando que jamás había visto a alguien llorar tantas horas seguidas, debía resultar agotador. Y todo por una criada, una vieja que cualquier día habría aparecido tiesa en su cama.
–Eres el único que me queda, y ni siquiera nos llevábamos bien –dijo Kristen con una sonrisa triste mientras él le ayudaba a quitarse las delicadas botas de encaje.
–¿No nos llevábamos bien? –Preguntó sonriéndole arrodillado, todavía sostenía su pie desnudo entre las manos–. Eso no es cierto, siempre he estado aquí para ti -respondió adulador.
–Nunca pensé que fueras capaz de mostrarte tan atento y encantador en una situación como esta. Eres un auténtico amigo –le dijo sonriendo con tristeza, agotada.
–Lo soy –respondió él cubriéndola con una manta de gruesa lana blanca–. Intenta descansar ¿de acuerdo?

Mientras salía de la habitación echando un vistazo atrás a todo lo que había sucedido en el día, Til no podía dejar de pensar en algo que le martirizaba, algo que no supo hasta el momento en que dejó a Kristen tapada con aquella manta, destrozada sobre la cama: cada vez que mataba sentía una imperiosa necesidad de follársela, y por un motivo u otro, nunca acababa haciéndolo. 

***

A ver si Miguel se pone las pilas, que vaya tela, llevo ya más de un mes dándolo todo yo sola ¬¬
 

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