domingo, 16 de septiembre de 2012

Día uno. Mimi Alonso.


EL BRINDIS

La gigantesca mole mecánica emergía en el puerto haciendo zozobrar los pesqueros y demás naves, semejantes a barquitos de papel comparados con ella.

Tras la boda, el submarino fue uno de más sonados caprichos de su esposo, un hombre maduro y rígido con reputación de pagar grandes sumas por sus excentricidades. Los ribetes que adornaban la proa estaban colocados a modo de cumplir una función desconocida para ella, pero altamente evidente a ojos de él. Cada quiebro de formaban, cada onda con cuerpo de serpiente enredándose con las otras miles, la hacía el arma más deseada y rápida conocida del momento. No eran sólo por sus misiles que podían destruir una ciudad como Ventia de un suspiro, era otro el motivo por el que sus enemigos deseaban poseerlo; el submarino podía recorrer la distancia que separaba Leston de aquella ciudad atestada por máquinas y científicos, en sólo dos días. Gracias al gigante de acero en poco tiempo habían logrado triplicar la población de la colonia.

Pocas semanas tras su llegada, aquel puzle de casas victorianas comenzó a contar con comercios, lugares malolientes donde se mezclaban las peores de las calañas para intercambiar basura. Agradeció su posición privilegiada alejándola de las obligaciones que otras desgraciadas, incluidas sus amigas llegadas de Leston, no podían evadir. Los mercados no eran para ella, las demás podrían olvidar su juventud, su cuna; podían ser sometidas por sus imberbes esposos, pero Kristen no. Antes de codearse con la pestilencia se suicidaría, porque cuando el ilustre Lord Julien colocó un anillo en su dedo para envidia de la sociedad lentoniense, ambos supieron a qué atenerse. Kristen fue raptada de su hogar para cumplir exclusivamente la misión digna de la esposa del dignatario; esperar en la bahía la llegada de  más prole harapienta a Ventia, la ciudad del gris.

Apagó la lámpara de aceite. Una marabunta cargada con sus bultos tristes comenzaba a evacuar el submarino. Odiaba que los secuaces de su marido miraran a la ventana con  esperanza de verla, cerciorando a su esposo de que todo estaba correctamente. Les odiaba a todos. Se quedó a oscuras observándolos, a ellos y al populacho, cuando la puerta de la estancia se abrió dejando entrar luz fúnebre desde el pasillo.

–Ya han llegado.
–Lo sé, los estoy viendo –Kristen se preguntaba cuánto tiempo Til, el primo de su esposo, se retrasaría en ir a informarle de la noticia.
–Debí haberlo supuesto –respondió con su sonrisa limpia–. Parece que Julien no vuelve con ellos.
–Tenía unos asuntos a tratar con Lord Stevens, regresará la próxima semana con el submarino vuelva cargado de mendigos y británicos aterrados.
–No estás de buen humor... Pero no te preocupes querida prima, tengo algo que seguro te hace recuperar la sonrisa aunque sólo sea un momento.

Intrigada, Kristen se volvió. Cuando le tenía de frente su corazón arrugado parecía revivir durante segundos antes de regresar al letargo de su vida.

–¿Por qué sólo un momento? –Preguntó viendo como el primo de Lord Julien llenaba dos copas de un vino tinto, dulce, que olía a frutas desde que descorchó la botella.
–No todo son buenas noticias. Por la ausencia de tu esposo –propuso Til juntando su copa con la de Kristen, ruborizada.
–Es delicioso.
–Es un regalo de nuestros amigos salvajes –se quedó lívida. Miró la botella y luego a él que permanecía con aquella imperturbable sonrisa, evaluando cada cambio que se producía en su rostro. 

Arrojó el contenido de su copa encima de Lord Til, la mano derecha de su esposo.

–Saca eso de mi casa.



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No os perdáis la publicación de Miguel.
Un saludo. 




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